Acercaos al fuego, chicos y chicas, y escuchad la historia que voy a contaros. Ocurrió en internet hace mucho, mucho tiempo. En esa lejana época ya existían los foros, y yo era aficionado a escribir relatos en ellos para descubrir qué opinaba la gente. Como supondréis, había foros de toda índole; pero uno en concreto captó mi atención. Era de literatura y estaba bien diseñado. Parecía serio, elegante, un lugar de reunión donde los enigmáticos juntaletras podíamos compartir textos. Dirigí el puntero hacia el subforo de relatos y entré sin temor, pensando en entretenerme un rato con lo que hubiese. Aún recuerdo algunos de los sugerentes títulos: El demonio del desván, Hormigas asesinas, La carretera solitaria. Después de un breve vistazo, opté por Pozo de sangre.
Fue divertido, aunque tuve que perdonar las faltas ortográficas. No me importaron mucho porque, entre otras cosas, el autor sabía hacer bien lo que de verdad es difícil: puntuar. Eso tiene más mérito para mí que conocer el uso de ciertas tildes traicioneras, o recordar la diéresis de «ambigüedad». Sin embargo, los administradores del foro no lo veían de la misma manera: acusaron al autor de ser un diletante y le conminaron a sacarse una carrera de letras —el tipo era matemático—. Se trataba, por supuesto, de un sitio elitista donde las amenazas de expulsión e insultos eran recurrentes. La puerilidad impresa en aquellos comentarios me molestó, así que pensé en cómo podría darles una lección.
Hice clic en «registrarse» y esperé el mensaje que me daba permiso para ser usuario. Tardó varios días, pero llegó y pude presentarme. Escribí la primera profesión que se me vino a la cabeza: «Hola. Soy médico y me gusta escribir». Luego fui directo al subforo de relatos y les dejé un regalo. No pasó ni una hora antes de que empezasen las críticas destructivas. Que si el protagonista era un palo sin emociones. Que si la historia no tenía sentido. Que si los personajes no reaccionaban correctamente al ver lo grotesco... Al final terminaron mofándose de mí porque yo ni me molesté en defenderme. Para qué. En ese momento me sentía como el jefe del equipo A, ya sabéis, el de «Me encanta que los planes salgan bien», porque no creí que mi treta pasaría completamente desapercibida.
El relato no era mío, sino de Julio Cortázar. «Las manos que crecen».
Fue divertido, aunque tuve que perdonar las faltas ortográficas. No me importaron mucho porque, entre otras cosas, el autor sabía hacer bien lo que de verdad es difícil: puntuar. Eso tiene más mérito para mí que conocer el uso de ciertas tildes traicioneras, o recordar la diéresis de «ambigüedad». Sin embargo, los administradores del foro no lo veían de la misma manera: acusaron al autor de ser un diletante y le conminaron a sacarse una carrera de letras —el tipo era matemático—. Se trataba, por supuesto, de un sitio elitista donde las amenazas de expulsión e insultos eran recurrentes. La puerilidad impresa en aquellos comentarios me molestó, así que pensé en cómo podría darles una lección.
Hice clic en «registrarse» y esperé el mensaje que me daba permiso para ser usuario. Tardó varios días, pero llegó y pude presentarme. Escribí la primera profesión que se me vino a la cabeza: «Hola. Soy médico y me gusta escribir». Luego fui directo al subforo de relatos y les dejé un regalo. No pasó ni una hora antes de que empezasen las críticas destructivas. Que si el protagonista era un palo sin emociones. Que si la historia no tenía sentido. Que si los personajes no reaccionaban correctamente al ver lo grotesco... Al final terminaron mofándose de mí porque yo ni me molesté en defenderme. Para qué. En ese momento me sentía como el jefe del equipo A, ya sabéis, el de «Me encanta que los planes salgan bien», porque no creí que mi treta pasaría completamente desapercibida.
El relato no era mío, sino de Julio Cortázar. «Las manos que crecen».